Por Martín Lousteau
La Argentina finalizó la Copa del Mundo en el quinto lugar. En cambio, este año seremos subcampeones mundiales de inflación, sólo superados por Venezuela. Y el top five se completa con Guinea, Eritrea y República Democrática del Congo.
El resto de América latina se encuentra bien rezagado, con un aumento de precios promedio de 5,3%. La lista va desde Perú, con 2,8%, hasta Uruguay, que con 7% es el de inflación más elevada. Entre ambas encontramos a Bolivia, Brasil, Colombia, Chile, Ecuador, México y Paraguay.
Ninguno de estos países parece, además, estar pagando este logro mediante el tan mentado enfriamiento de la economía: su crecimiento promedio en 2010 será del 5,6%, ubicándose Brasil, Paraguay y Perú por encima del 7,5%. Esta situación es novedosa en la región, que se caracterizó históricamente por tener una alta inflación.
Con excepción de Chile y Colombia, en los 80 todos tuvieron subas de precios que rozaron los tres dígitos y en algunos casos hasta alcanzaron los cuatro (las hiperinflaciones de la Argentina, Bolivia, Brasil y Perú, por ejemplo).
Da la impresión de que casi todos los países aprendieron una importante lección: la inflación alta e impredecible impide que se aproveche el verdadero potencial de una economía.
En primer lugar porque reduce el horizonte temporal. El de todos y cada uno de nosotros. También el de las empresas, a las que se les dificulta proyectar sus ingresos y costos, y por ello invierten menos de lo que podrían. Si la evolución de los precios no se puede prever, el gerente financiero empieza a ser más importante que el de producción. Y ése no puede ser nunca un mundo acogedor.
Los contextos de alta inflación desincentivan el ahorro y pulverizan el crédito a largo plazo en pesos (¿qué nivel de tasa de interés aceptarías para prestarle a un amigo $10.000 a devolver en cinco años?). Quizás por ello, nuestro país tiene el sistema financiero más pequeño de la región, y presta mucho más en tarjetas de crédito que para la compra de viviendas.
Pero su impacto más grave es a nivel humano, algo que se verifica claramente en nuestra historia remota pero también en tiempos recientes. Desde 2003 hasta 2006 nuestra relación con la inflación parecía lógica: cuando llegó a los dos dígitos desde el Gobierno se mostraron señales de atención, lo cual brindaba cierta tranquilidad. En ese contexto, las subas de todos los salarios superaban la inflación y la generación de trabajo formal mostraba gran dinamismo.
Pero desde que se optó por esconder e ignorar el problema inflacionario se produjo un estancamiento en la creación de empleo formal. También un deterioro en la situación de los trabajadores informales debido a que su salario aumenta menos que los precios. Por este motivo, cada punto porcentual de inflación está generando hoy 22.000 nuevos pobres. Y al ritmo actual de aumentos de precios, nada menos que 550.000 personas caen debajo del umbral de pobreza cada doce meses.
Esto genera brechas cada vez mayores en la capacidad de consumo, algo que se puede apreciar en las estadísticas: mientras la venta de automóviles creció 38% en 2010, la de alimentos y bebidas lo hizo al 3,6%. Y si se analiza los últimos por tipo de producto, se aprecia que aquéllos dirigidos a los estratos de menor poder adquisitivo directamente muestran caídas.
En una sociedad que todavía no cicatriza las heridas en su tejido social, esto las vuelve a abrir. Resulta lamentable que haya quienes piensen que la inflación no es tan importante o que lo es sólo para unos pocos. Más triste sería que, como país, lo creyéramos.
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